Casi dos años después, sintió que
una brisa cargada de ayeres le tocaba el rostro; y con una débil sonrisa, se vio
de nuevo en aquellos días de su viejo amor de siempre. De pronto, había comenzado a llover.
Parado en aquella esquina, observó
con ternura cuando sus miradas se cruzaron por primera vez, notó en sus labios
la humedad del primer beso, y pudo mirar en las gotas que se le deslizaban por
la piel, la imagen del romance que había añorado tanto.
Oyó el susurro del frío que ya se
había hecho presente y le contaba de
nuevo sobre la crueldad del mundo cuando se ama. Pudo oír el sollozo nocturno
de su corazón en aquellas noches que duraban trece meses, mientras esperaba que
aquella figura que anhelaban sus ojos se volviera a hacer presente. Le pareció ver al tiempo como antes: sin
moverse.
Tenía una hora parado en aquel
lugar, y la piel ya le expiraba recuerdos que se iban colando con el agua de
aquella noche de miércoles.
Y el taxi no llegaba, no llegaba.
La lluvia, que lo divisó frágil,
comenzó despacio a minar:
Lo hizo recordar el sabor dulce
del reencuentro y de juntarse de nuevo como guerreros que lucharon distintas
batallas.
Y como si nada, le lanzó el golpe:
Le narró muy lento las noches en
que se fue acabando el “nosotros” y había ido quedando solo él. Le sacó la
cuenta de las lágrimas, de las cartas, los días y de toda la tristeza.
Le pasó con inesperada tiranía la
suma del sufrimiento de un amor que se había terminado sin que él quisiera; y también,
sin que el fuera capaz de hacer algo.
La lluvia, segura de haber
lanzado una certera flecha, comenzó a retirarse con la lentitud de quien se va
tranquilo, hasta reducirse a una fina humedad que gobernaba aquella hora.
Carlos estaba ausente, con los
ojos puestos sobre la calle vacía, que ya empapada como él también compartía
otra cosa. En aquel momento solo se tenían el uno al otro.
A él, la noche ya se le hacía
pesada, y el taxi parecía tener todo, menos intenciones de llegar.
Cansado por la espera y los
recuerdos, decidió sentarse en la acera y sin importarle nada, sumergió sus
zapatos en la suave corriente que aún se deslizaba por la cuneta.
De pronto, sin que lo esperara, una voz se escuchó desde
el centro de la calle, que en aquel momento, seguía totalmente abandonada. Prestó
atención y logró distinguir su nombre; la calle hablaba y el escogió escuchar:
Ahora estás en
el suelo, el dolor ha sido el suficiente para llevarte ahí.
Estás
empapado y cansado del recuerdo, la
lluvia ha sido la necesaria para dejarte así.
Estás solo
aquí, a las diez treinta de la noche y nadie parece venir.
Sí, el dolor
ha bastado.
Has recordado
mucho de un capítulo y del dolor que este ocasionó en tu vida; ahora déjame a
mí, contarte lo que vino después:
Luego de
librar noches enteras retorciéndote en el piso sin saber qué hacer, te
levantaste un día y decidiste no perder.
Con el corazón
en pedazos, encontraste nuevos lugares donde aprender a reparar; descubriste
nuevos rostros, y en ellos sonrisas, que te enseñaron de nuevo a sonreír.
Con las lágrimas
aun mojándote el carácter, decidiste emprender y embarcarte hacia lo
desconocido. La tristeza no te impidió seguir.
En los días
más grises, en lugar de lamentarte apartaste las nubes, y a tu manera pudiste
ver el sol.
Poco a poco
dejaste el llanto a un lado y seguiste
adelante.
Encontraste
cada día, tu propia e inusual manera de hacer todo cada vez mejor.
Nada fue en
vano.
Todo te ayudó
a descubrir que después del dolor solo llega la innovación y la creatividad.
Luego que el sufrimiento ha derribado todo, hallaste que solo viene la
reconstrucción.
Con lo que no
funcionó, te diste cuenta que vale la pena ir y emprender proyectos nuevos.
Pero sobre
todo, pudiste finalmente ver que la
semilla, después de ser arrojada y quedar sola en el suelo, no puede más que
empezar crecer.
Ahora, deja de
pensar que las calles hablamos y no olvides que todo está en ti.
Abruptamente, una luz le brilló
en los ojos.
El taxi había llegado.
Por:
Carlos Eduardo Gómez Estrada