sábado, 21 de septiembre de 2013

Después del dolor

Casi dos años después, sintió que una brisa cargada de ayeres le tocaba el rostro; y con una débil sonrisa, se vio de nuevo en aquellos días de su viejo amor de siempre.  De pronto, había comenzado a llover.

Parado en aquella esquina, observó con ternura cuando sus miradas se cruzaron por primera vez, notó en sus labios la humedad del primer beso, y pudo mirar en las gotas que se le deslizaban por la piel, la imagen del romance que había añorado tanto.

Oyó el susurro del frío que ya se había hecho presente  y le contaba de nuevo sobre la crueldad del mundo cuando se ama. Pudo oír el sollozo nocturno de su corazón en aquellas noches que duraban trece meses, mientras esperaba que aquella figura que anhelaban sus ojos se volviera a hacer presente.  Le pareció ver al tiempo como antes: sin moverse.

Tenía una hora parado en aquel lugar, y la piel ya le expiraba recuerdos que se iban colando con el agua de aquella noche de miércoles.

Y el taxi no llegaba, no llegaba.

La lluvia, que lo divisó frágil, comenzó despacio a minar:
Lo hizo recordar el sabor dulce del reencuentro y de juntarse de nuevo como guerreros que lucharon distintas batallas.

Y como si nada, le lanzó el golpe:
Le narró muy lento las noches en que se fue acabando el “nosotros” y había ido quedando solo él. Le sacó la cuenta de las lágrimas, de las cartas, los días y de toda la tristeza.

Le pasó con inesperada tiranía la suma del sufrimiento de un amor que se había terminado sin que él quisiera; y también, sin que el fuera capaz de hacer algo.

La lluvia, segura de haber lanzado una certera flecha, comenzó a retirarse con la lentitud de quien se va tranquilo, hasta reducirse a una fina humedad que gobernaba aquella hora.

Carlos estaba ausente, con los ojos puestos sobre la calle vacía, que ya empapada como él también compartía otra cosa. En aquel momento solo se tenían el uno al otro.
A él, la noche ya se le hacía pesada, y el taxi parecía tener todo, menos intenciones de llegar.

Cansado por la espera y los recuerdos, decidió sentarse en la acera y sin importarle nada, sumergió sus zapatos en la suave corriente que aún se deslizaba por la cuneta.

De pronto,  sin que lo esperara, una voz se escuchó desde el centro de la calle, que en aquel momento, seguía totalmente abandonada. Prestó atención y logró distinguir su nombre; la calle hablaba y el escogió escuchar:
Ahora estás en el suelo, el dolor ha sido el suficiente para llevarte ahí.
Estás empapado  y cansado del recuerdo, la lluvia ha sido la necesaria para dejarte así.
Estás solo aquí, a las diez treinta de la noche y nadie parece venir.

Sí, el dolor ha bastado.

Has recordado mucho de un capítulo y del dolor que este ocasionó en tu vida; ahora déjame a mí, contarte lo que vino después:

Luego de librar noches enteras retorciéndote en el piso sin saber qué hacer, te levantaste un día y decidiste no perder.

Con el corazón en pedazos, encontraste nuevos lugares donde aprender a reparar; descubriste nuevos rostros, y en ellos sonrisas, que te enseñaron de nuevo a sonreír.

Con las lágrimas aun mojándote el carácter, decidiste emprender y embarcarte hacia lo desconocido. La tristeza no te impidió seguir.

En los días más grises, en lugar de lamentarte apartaste las nubes, y a tu manera pudiste ver el sol.
Poco a poco dejaste el llanto a un lado y  seguiste adelante.

Encontraste cada día, tu propia e inusual manera de hacer todo cada vez mejor.

Nada fue en vano.

Todo te ayudó a descubrir que después del dolor solo llega la innovación y la creatividad. Luego que el sufrimiento ha derribado todo, hallaste que solo viene la reconstrucción.

Con lo que no funcionó, te diste cuenta que vale la pena ir y emprender proyectos nuevos.

Pero sobre todo, pudiste finalmente ver que  la semilla, después de ser arrojada y quedar sola en el suelo, no puede más que empezar crecer.

Ahora, deja de pensar que las calles hablamos y no olvides que todo está en ti.

Abruptamente, una luz le brilló en los ojos.


El taxi había llegado.



Por:
Carlos Eduardo Gómez Estrada

sábado, 7 de septiembre de 2013

La Naranja Exprimida II

Estaban quietas, como queriendo que las devoraran,  y él, que apenas estaba conociendo el mundo en aquellos días, no pudo más que acercarse con la curiosidad que siempre lo caracterizó, tomar uno de aquellos frutos verdes ocultándose de la abuela y abrazando el mal trago, y sin pensarlo dos veces, morderlo.

Apenas pasó un segundo, cuando su grito ya había atravesado el patio e invadido la sala haciendo que la abuela se tropezara con sus propios pensamientos sobre el porvenir de su nieto, que luego de aquel alarido, suponía ella, debería estar medio muerto.

Al llegar al patio, vio aquella pequeña figura, sentada en el suelo y ya silenciosa. Era el hijo de aquella niña que tanto le había costado educar, de su hija la más rebelde, y sin embargo él, era su nieto favorito. Se acercó y al mirarlo acurrucado, logro ver como de aquellos grandes ojos brotaban despacio pequeñas gotas brillantes, que casi pudo ver en ellas el dolor que sentiría su pequeño en aquel instante.

Mientras se agachaba, también pudo ver  tirada una de las naranjas agrias que habían estado guardadas en el saco cercano a la escena. Hasta parecía divertido ver toda la gallardía y curiosidad del nieto impresa en la cáscara de aquella naranja, que no solo era extremadamente ácida, si no que había sido mordida sin que nadie se tomara el tiempo de pelarla.

A pesar de las advertencias, Carlos su nieto, había decidido ignorar las órdenes que ella le había dado respecto a las naranjas aquellas, que no eran las mejores para comer, y mucho menos con la cáscara encima. Eran agrias y jugosas, ella solo las utilizaba para hacer jugo.

Por un instante vino a su memoria la imagen de su hija, igual de aventurera y curiosa. Recordó la ocasión en que estuvo a punto de perder la cordura ante la repentina fuga que la niña emprendió, en oposición a la orden que se le había dado de lavar los platos.  Casi podía ver en Carlos, la misma decisión y fuerza de Clara, su hija.

Ya con la tranquilidad de vuelta bajo la blusa, y con la transpiración haciéndose frescura en la frente, se acurrucó y le dio un abrazo a su nieto, de esos que se dan cuando se ve en otro, lo que uno mismo es; le limpió despacio las lágrimas y lo levantó del suelo.  Los labios del niño le recordaron sus años de juventud, estaban rojos como mordidos por el amor de adolescentes, irritados por el zumo de la naranja, que también había provocado ese color doloroso en sus ojos.

Le preguntó sobre la razón por la cual había mordido la naranja, y el niño, aun con los ojos llorosos, le dijo que no quería volver a probarlas nunca.  Ella soltó una risa cargada de ternura, y trató de explicarle que aquellas naranjas eran muy ácidas, ideales para exprimirlas pues eran muy jugosas.  También trato de hacer que en aquella pequeña cabeza entrara la idea, que toda naranja para saber bien debe estar libre de la cáscara.

Sin mucho sobresalto, ella olvidó aquel episodio, y al día siguiente para el almuerzo, decidió preparar un jugo de naranja  para su nieto.

El niño, cuando llegó de la escuela y se sentó a la mesa, no pudo más que fijar sus ojos sobre el vaso, que casi se volvió objeto de la inquisición de su mirada.  Sin decir una palabra, lo apartó de su plato y no pensó siquiera en beberlo, pues aún tenía presente el ardor del día anterior, que ya se le había colado bien en la memoria.

La abuela, que trató de explicarle que las naranjas también condicionaban la calidad del  rico jugo que tenía en frente, no logró hacer que Carlos tomara ni un sorbo del mismo.

Pasaron un par de años, y el niño creció con la idea que las naranjas agrias eran algo que no volvería a probar, y que cualquier cosa hecha con ellas también le resultaría desagradable.  Hasta que un día, y por una casualidad de la vida, tuvo que probar el jugo de las naranjas agrias, en una comida a la que había sido invitado.

Al entrar a la casa de su amiga, había visto el árbol, y supo al ver los frutos, que eran los mismos que le habían generado aquel mal recuerdo de antes.  

Al sentarse a la mesa, escuchó que el refresco que iban a servirle provenía de las naranjas del árbol que recién había visto, y de inmediato sintió que le invadía el cuerpo la misma sensación que años atrás. El corazón se le humedecía de nuevo con las mismas lágrimas del niño que no supo que hacer luego del mal sabor de aquella mordida.

Pero como la vergüenza de explicar su miedo fue más grande, cuando llegó el momento, sin mucho que decir, probó el jugo.

Por un segundo se sintió engañado por sí mismo, luego enojado, y finalmente le causó gracia pensar  cómo había creado su propio mito alrededor de las naranjas.  El jugo no sabía mal, de hecho era bueno, y él se había perdido de ello durante algunos años solo por el miedo de no volver a probar. 

Pasado aquel evento y al tener la menor oportunidad, Carlos, sin mucho pensarlo, decidió contarle a su abuela sobre dicho episodio, ante lo cual, ella no pudo más que sonreír, suspirar y comenzar a hablar, con el tono de alguien que comprende bien:

Nos pasa Carlos, nos pasa…
Cuando las personas tenemos una experiencia que nos resulta poco grata, por lo general,  la tomamos como una carga y no como una oportunidad de aprendizaje y crecimiento.

Cuando mordiste las naranjas hace algunos años, decidiste hacer de aquel episodio una carga que te impidió por algún tiempo, el disfrute de algo tan sencillo como un jugo.  Cargaste con las naranjas, pero no las utilizaste.

Eso también  les pasa a otros, cuando hacen de algunas cosas de su pasado, cargas que más bien parecen anclas que les impiden avanzar. La experiencia les pesa, pero al parecer, no les sirve.

Todos, por diversas, casuales e incluso incomprensibles razones, tenemos en nuestra vida una naranja agria y mordida rodando por ahí, sin embargo, no podemos limitarnos a llorar por ello. La misión de cada quien es levantarse, tomar su naranja y averiguar que puede hacer con ella.  La misión, es que le saquemos el jugo a la naranja, y no al revés.

Si tu experiencia en la vida fue una naranja agria, entonces haz de ella un jugo.
Si te clavaste la espina de un cactus, entonces planta tu propio jardín con él.
Si tropezaste con alguna piedra, edifica algo con ella.
Pero nunca dejes que el miedo te impida descubrir lo bueno que hay tras cada cosa que vivimos.
Cuando las cosas se pongan difíciles, aguarda, sé que sabrás bien que hacer.






Por: 
Carlos Eduardo Gómez Estrada